miércoles, 23 de marzo de 2011

Un trago amargo

Debo admitir que no soy muy versado en esto de las leyes. De hecho poco me importan y prefiero aproximarme a cualquier trámite legal lo menos posible. Sin embargo esta vez fue imposible para mí librarme de estos engorrosos procedimientos que, además, ni siquiera entiendo. Por fortuna no tuve que hacer en realidad nada, los abogados se encargaron de todo y yo sólo tuve que presentarme a declarar.

Debo admitir que durante todo el tiempo antes del juicio me sentía intranquilo, nervioso, no pude desempeñar mi trabajo como debía. No podía concentrarme ni poner atención a los pacientes. Incluso creo que a los pocos pacientes que vi debí causarles una impresión desfavorable. Yo le pedí al Dr. Smith que por favor me dejara sin atender a los pacientes directamente hasta que se solucionara mi problema, sin embargo tuve que ver a Violeta y a Espino. En mi entrevista con Violeta me comporté de la manera más desagradable que puedo recordar, incluso posterior a la entrevista, me sentí mal conmigo mismo. Esa manera tan infantil de tratar de consolarla me pareció de lo más impropio posible, sin embargo tenía en la cabeza sólo el “¿qué pasará con el juicio?”.

Debo admitir que en verdad descansé cuando, luego del juicio, me declararon inocente, y se retiraron todos los cargos en mi contra. Espero ahora poder reanudar mi trabajo con normalidad, al menos sin esa tención que estaba terminando conmigo. Finalmente me alegra que esto no haya sido más que un trago amargo y espero que ese sabor que aún permanece pase pronto y termine sólo en el archivo del olvido.

miércoles, 9 de marzo de 2011

Matar sin matar

El trato era simple: yo hacía lo que sabía hacer y él me facilitaba las cosas para lograr lo que tanto quiero. Al final la vida siempre es como una rueda imparable, no se puede comenzar algo con intención de detenerlo más adelante; simplemente todo seguirá rodando y rodando hasta el infinito, a veces se puede creer tener cierto control, pero es un pensamiento irresponsable. Esta dinámica es un común denominador en la historia del hombre, pero los humanos somos por naturaleza criaturas necias y prepotentes ante los hechos obvios de la vida y difícilmente aprendemos del pasado. Queremos ser alquimistas de realidades y transmutadores de errores, pero no somos más que ilusionistas engañados por nuestros propios trucos y cegados por nuestra obstinación.

La locura que ahora padezco es consecuencia de mí llegada a este lugar, si bien en un principio mis “males” eran sutiles, ahora soy un loco descabritado como cualquiera de los de aquí, quizá peor. El tiempo había arrancado de mi cabeza la razón de mi estancia, el contrato criminal del cual formo parte desde hace muchos años, el mismo que siento está por terminar.

­ ¿Quieres morir? Gánate tu muerte. Yo con todo gusto te puedo complacer.

Me dijo ese día después de una breve charla, en donde tratamos asuntos primarios, donde él fue capaz de desnudar mi conciencia al grado de dejarme como un animal indefenso, sin palabras y sin pensamientos. Yo no lo pude ver a los ojos, pero asentí con suavidad y resignación dos veces. 

— Ven conmigo. Te explicaré como llegar a buen final; sin experimentar ese dolor al que tanto le temes. Pero como te lo dije antes, tienes que ganarte mis favores.

Lo seguí y, escuche con atención sus indicaciones, yo no era más que un niño. Fue fácil persuadirme. Muy a pesar de mi inteligencia, misma que me condenó al rechazo social y la estigmatización, sucumbí a su admirable persuasión.

— Dos años Espino, hoy se cumplen dos años de seguir tus pasos, he visto como has progresado con tus habilidades, pero aún te falta mucho por desarrollar. Para que puedas cumplir tu parte del trato, tienes primero que estar completo y ahora estás en el momento perfecto para dar un gran salto.

Él prácticamente me adoptó como a un hijo, primero me creó un pasado después me educó en las mejores artes y costumbres, me integró de nuevo a la sociedad de la que antes había huido, ahora convertido en un hombre de excelencia, un caballero de envidiables conocimientos. Debo confesar que eso hizo menos pesada mi vida, no obstante el seguir respirando todos los días me llenaba de frustración, pero el trato era justo. La razón obvia de mi educación era la capacidad de mimetizarme en círculos de gran elite social y no sólo eso, destacarme como el óptimo entre todos. Acudí a banquetes espectaculares, tanto a los refinados en donde las charlas, la comida y la música eran exquisitas, como a los despreciables donde el degenere humano que se mostraba en cada rincón me hacia recordar el desprecio que le tengo a mi raza y a mi mismo.

Me hice popular entre los hombres y las mujeres, las familias me codiciaban como invitado en sus casas, me transformé en un símbolo de valor. Los círculos secretos en los que algunos participaban me hicieron miembro honorífico. Si en algún festín celebrado no estaba yo presente, no se podía considerar de gran nivel. Yo siempre fingía, jamás pude experimentar un completo placer en ninguna de mis actividades. Pasé muchos años viviendo así, hasta que mi mentor consideró que ya estaba listo, pues a la par de mi educación en el buen vivir, me hizo trabajar mucho en mis otras habilidades, las que realmente le interesaban a mi maestro. A este respecto puedo decir que ocurrió uno que otro “accidente” de vez en cuando, siempre a petición de mi maestro.

Un buen día me citó con peculiar alegría.

— Espino, hijo. Se que todos estos años has vivido en la frustración absoluta, alimentado sólo por el deseo de tu propia destrucción. Gánatelo, te pedí aquél día. Pues quiero decirte que ya estas por terminar el trato.

Me entregó un sobre amarillo engrosado por su contenido.

— Has lo que sabes hacer.

El sobre contenía poco más de una treintena de fotografías, absolutamente todas las caras eran conocidas. La mayoría de ellos habían sido mis anfitriones en diferentes partes del mundo, todos ellos tenían algo en común.

— La muerte Espino, te la ganarás a cambio de profanar vidas ajenas. Con discreción absoluta, bien sabes que todos ellos tienen que tomar su propia vida. No dejarás pistas, ni hilo a seguir, todos ellos tienen que morir de manera diferente. Tómate tu tiempo, pero el trabajo tiene que ser en el orden de las fotos; ellos no deben de notar la relación hasta que sea demasiado tarde.

No dije una palabra, memorice todas las caras de las fotografías y las arrojé al fuego de chimenea. Trabajo discreto era la orden, pero la última foto me inquietaba. Me retiré de la vista de mi maestro y comencé mi viaje por el mundo. En verdad tenía la esperanza de que alguna de mis víctimas me contagiara su ímpetu suicida y me ayudara a lograr mi anhelo. Lástima que no fue así. Uno a uno fueron cayendo, no hubo víctima que representara alguna dificultad, el resultado de mi entrenamiento sobrepasó incluso las expectativas propias.

La búsqueda del último de la lista me hizo caer en este lugar. Llevo muchos años sin poder cumplir el objetivo, me siento defraudado e insignificante. Mi plan original era internarme para acceder al objetivo, pero las cosas se complicaron, supongo que mi natural locura fue la causante. Muchos han sido sacrificados, doctores, enfermos, custodios, visitas, pero nunca el blanco original.  El mismo ambiente de aquí me ha hecho pensar que todos mis recuerdos no son más que una broma pesada que me juega mi mente. Puedo ser un loco, como todos los demás, que vive alucinaciones como si fueran realidades, no obstante la última cara de las fotos deambula por aquí, es real y sigue siendo mi objetivo. ¿A que se debe este recuerdo? A una pregunta del Doctor Salas.

— ¿Sabe porque está internado aquí, Tellini? — Me preguntó Salas, al final de una interminable lista de preguntas simplonas.

No pude contestar, me quedé callado y solicité retirarme a mi cuarto; el inútil de Quijano mientras me escoltaba iba jugando con su tolete, lo tiró varias veces mientras hacia mal logrados malabares, no tiene mucha experiencia en el manejo de estos artefactos. Me inquieta su actitud, quizá sea buena idea dedicarle unos minutos de charla… No Tellini, no te distraigas con payasos, no más.

¿Todo esto será realidad o desvarío de un loco más? Lo único cierto son mis deseos de morir y el miedo que le tengo a la muerte, de lo demás no se ya que pensar. Pero si la realidad es la que he contado, tengo una misión pendiente que ya no es posible retrasar más. A veces siento que mi objetivo planeó todo esto… o alguien peor que él. El carbón se está terminando, está vez me excedí con mis letras.

martes, 1 de marzo de 2011

Expediente 25, día uno (primera parte)

Llegué al sanatorio justo al despuntar el alba. A primera vista, el lugar se ve bastante agradable con sus extensos patios, sus blancos pasillos y sus omnipresentes bocinas, que siempre están tocando jazz de los sesenta o de tiempos anteriores; al poner el primer pie adentro, me dieron ganas de pasar ahí un relajante fin de semana, jugando cartas con los loquitos y fumando un centenar de cigarrillos. Lamentablemente, mi sentido del deber (y el adelanto que me habían dado por el trabajo) me recordaron que no era tiempo para descansar, así que deseché la idea y fui directamente a la recepción. Me encontré con una atractiva mujer de mediana edad que me preguntó si era yo quien solicitaba el puesto de vigilante en jefe. Le respondí que sí y me condujo por una infinidad de pasillos hasta llegar afuera de la oficina del doctor Smith.

Por lo visto, el anciano se encontraba adentro, enfrascado en una discusión con alguien de intendencia. La recepcionista, al ver que su jefe estaba ocupado, me pidió que esperara hasta que fuera llamado y se fue a seguir con sus asuntos, no sin antes guiñarme el ojo y dedicarme una sonrisa incitadora. Como estaba yo bastante ocupado calificando las curvas de la mujer mientras se retiraba, no puse atención al pleito que se desarrollaba a mi lado, acción de la que ahora me arrepiento, porque, como explicaré más adelante, de haber escuchado, me habría ahorrado bastante trabajo. En fin, el tipo de intendencia salió después de unos segundos, tan enfadado, que no reparó en mi ni cuando me pisó. Luego, el doctor me llamó al interior de su oficina.

Entré con aire despreocupado, para ocultar que me encontraba un poco nervioso por la tarea que había caído en mis manos; cabe explicar era mi primer investigación seria después de varios meses de holgazanería, y me encontraba un poco oxidado. El viejo me dedicó una inquieta sonrisa y yo le devolví la cordialidad, luego, estrechamos las manos. Noté que aún se encontraba un poco colorado por el disgusto que le habían hecho pasar, así que le pregunté si algo le pasaba. Respondió que no, que solamente se trataba de una pequeña discrepancia con un intendente flojo.

—Pero bueno… —dijo, cambiando el tema— volvamos a lo que en verdad nos incumbe. —Aquí me invitó a tomar asiento; él permaneció de pie en su lado del escritorio—. ¿Trajo los papeles que le pedí?

—Claro. Aquí están. —Puse un fólder encima del escritorio. Smith lo tomó y revisó concienzudamente todo el interior: una solicitud de empleo, documentos personales y copias de esos documentos. Satisfecho, esbozó una sonrisa.

—Perfecto —concluyó.

—Comprenderá que todos los papeles son falsos.

—Me lo imaginé. Pero no importa; sólo los necesito para no levantar sospechas.

—Muy bien —dije, y nos quedamos callados. A lo lejos, pudo escucharse la voz de uno de los pacientes, gritando algo sobre salir a jugar al patio con una pelota. Cuando calló, pregunté—: ¿Empezamos?

—Sí. —La respuesta salió como un suspiro. Me dio la impresión de que no se trataba de un gesto de fastidio, sino más bien de resignación, pues era obvio que hubiera preferido no verse involucrado en una situación tan macabra como en la que ahora se encontraba.

Pero no siempre puedes obtener lo que quieres.

Se levantó y me invitó a seguirlo. Me condujo por todo el sanatorio, dándome santo y seña de todas las estancias que encontrábamos en nuestro camino. De vez en cuando, nos cruzábamos con algún trabajador, algún oficinista o uno que otro custodio, y él siempre me presentaba amablemente, sin olvidar la farsa que habíamos planeado, es decir, que yo era el nuevo vigilante en jefe y que me encargaría de la seguridad de la Casa de la Risa, cosa que, en parte, era cierta.

Cuando hubo terminado de presumirme cada rincón del lugar, formulé la pregunta que desde mi llegada me rondaba la cabeza:

—¿Y cuándo podré ver a los loquitos?

—Oh, en unos minutos; ya casi es hora del recreo matinal.

Fuimos al patio principal para esperar a los pacientes. El doctor y yo aprovechamos el tiempo sacando nuestras propias teorías acerca de todo lo que pasaba, pero ninguna nos dejó completamente convencidos.

Exactamente a las once de la mañana, las puertas del edificio se abrieron y dieron paso al más retorcido desfile de personas que he visto en mi vida. Cuando Smith me contrató para esta investigación y me dijo que había personas con enfermedades mentales involucradas, creí que sería divertido; sin embargo, al ver a esos curiosos personajes paseando uno por uno frente a mí, todo el humor que traía en la cabeza se hizo bolita y se me bajó a los calzones. El viejo se alegró al notar que su empleado comenzaba a tomarse las cosas en serio.

Disimulé mi perturbación diciendo:

—Parecen simpáticos.

—Algunos lo son. Por ejemplo el de allá.

—¿El del sombrerito de papel o el que está cantando?

—El que está cantando. Se llama Joaquín Mendoza, y puede interpretar cualquier pieza de teatro musical que se haya compuesto antes del año dos mil.

—¿Por qué hasta ese año?

—Porque fue el año en que le diagnosticaron epilepsia. Es una historia muy triste, la verdad: se había preparado desde niño para ser uno de los mejores showmen del mundo, y cuando llegó a la adolescencia estaba listo para conquistar tanto los escenarios como los corazones de miles de jovencitas. Desafortunadamente, una lámpara le cayó en la cabeza durante una audición muy importante, provocándole un traumatismo que, a su vez, le originó epilepsia. Cuando los doctores le dijeron que tendría que apartase de los escenarios definitivamente, se volvió completamente loco. Es un buen chico, y ha demostrado ser un gran cantante y una magnífica compañía cuando el estéreo se descompone. Si algún día se le antoja una canción, pídasela; le aseguro que él estará encantado de complacerlo.

Observé a Joaquín con tristeza; era un muchacho atractivo, con buen cuerpo y una voz que merecía ser conocida por todas las personas con buen oído. ¡Una lástima lo de su enfermedad! Me sentí tentado a pedirle que cantara Unworthy Of Your Love, de Stephen Sondheim, porque es de mis favoritas y porque me daba curiosidad ver cómo le haría para interpretar un dueto, pero mejor decidí que no.

—Tal vez otro día —dije.

—Como guste. Ahora, fíjese en el otro, el del sombrerito.

—Ajá. ¿Qué hay con él?

—Es un amante de las novelas de aventuras. Cada día despierta creyendo que es un personaje diferente. Ayer era Sandokán, pero hoy no sé quién sea.

Cuando acabó de decir eso, el loco del sombrerito de papel tomó dos varitas de madera, las cruzó y apuntó la más corta hacia el cielo, como si se tratara de un arco. Luego, gritó: “Viva el rey Ricardo” y lanzó la varita corta lo más lejos que pudo (cosa de dos metros).

—Robin Hood —exclamamos al unísono el doctor y yo.

Otro paciente me llamó la atención. Era un muchacho de cabello largo que dibujaba a la sombra de un árbol. Lo que me pareció interesante fue su apariencia tan normal, es decir, que no te hacía pensar que padeciera alguna enfermedad de la cabeza.

—¿Cuál es la historia de aquél? —pregunté sin dejar de mirar al chico. Al no obtener respuesta—: ¿Doctor?

Y noté que el doctor se había ido.

Lo busqué con la mirada por todo el patio, pero se me hizo difícil dar con él porque todos ahí iban vestidos de blanco. Lo hallé cerca de la puerta del edificio, conversando con otro doctor. Smith miró hacia mí y me llamó con la mano.

—Señor Quijano, le presento al doctor Paz —me dijo cuando llegué adonde estaban—. Es el segundo al mando en este lugar, y confió en él tanto como confío en mí mismo.

Cuando Paz estrechó mi mano, me dio un apretón que no se me olvidó en dos horas. Yo intenté hacer lo mismo, pero fue como querer exprimir una piedra. El dueño de la tenaza era un hombre de estatura mediana y apariencia tosca, como de obrero, pero que dejaba entrever en su mirada que su intelecto rebasaba por mucho al del hombre promedio—en cuanto lo miré a los ojos, me di cuenta de que se trataba de un tipo bastante astuto, y dediqué unos segundos a pedir que no fuera él quien estuviera detrás de todo lo que ocurría en el sanatorio, porque, de lo contrario, seguramente me vería en problemas.