No todos somos muchos
miércoles, 23 de marzo de 2011
Un trago amargo
Debo admitir que durante todo el tiempo antes del juicio me sentía intranquilo, nervioso, no pude desempeñar mi trabajo como debía. No podía concentrarme ni poner atención a los pacientes. Incluso creo que a los pocos pacientes que vi debí causarles una impresión desfavorable. Yo le pedí al Dr. Smith que por favor me dejara sin atender a los pacientes directamente hasta que se solucionara mi problema, sin embargo tuve que ver a Violeta y a Espino. En mi entrevista con Violeta me comporté de la manera más desagradable que puedo recordar, incluso posterior a la entrevista, me sentí mal conmigo mismo. Esa manera tan infantil de tratar de consolarla me pareció de lo más impropio posible, sin embargo tenía en la cabeza sólo el “¿qué pasará con el juicio?”.
Debo admitir que en verdad descansé cuando, luego del juicio, me declararon inocente, y se retiraron todos los cargos en mi contra. Espero ahora poder reanudar mi trabajo con normalidad, al menos sin esa tención que estaba terminando conmigo. Finalmente me alegra que esto no haya sido más que un trago amargo y espero que ese sabor que aún permanece pase pronto y termine sólo en el archivo del olvido.
miércoles, 9 de marzo de 2011
Matar sin matar
martes, 1 de marzo de 2011
Expediente 25, día uno (primera parte)
Llegué al sanatorio justo al despuntar el alba. A primera vista, el lugar se ve bastante agradable con sus extensos patios, sus blancos pasillos y sus omnipresentes bocinas, que siempre están tocando jazz de los sesenta o de tiempos anteriores; al poner el primer pie adentro, me dieron ganas de pasar ahí un relajante fin de semana, jugando cartas con los loquitos y fumando un centenar de cigarrillos. Lamentablemente, mi sentido del deber (y el adelanto que me habían dado por el trabajo) me recordaron que no era tiempo para descansar, así que deseché la idea y fui directamente a la recepción. Me encontré con una atractiva mujer de mediana edad que me preguntó si era yo quien solicitaba el puesto de vigilante en jefe. Le respondí que sí y me condujo por una infinidad de pasillos hasta llegar afuera de la oficina del doctor Smith.
Por lo visto, el anciano se encontraba adentro, enfrascado en una discusión con alguien de intendencia. La recepcionista, al ver que su jefe estaba ocupado, me pidió que esperara hasta que fuera llamado y se fue a seguir con sus asuntos, no sin antes guiñarme el ojo y dedicarme una sonrisa incitadora. Como estaba yo bastante ocupado calificando las curvas de la mujer mientras se retiraba, no puse atención al pleito que se desarrollaba a mi lado, acción de la que ahora me arrepiento, porque, como explicaré más adelante, de haber escuchado, me habría ahorrado bastante trabajo. En fin, el tipo de intendencia salió después de unos segundos, tan enfadado, que no reparó en mi ni cuando me pisó. Luego, el doctor me llamó al interior de su oficina.
Entré con aire despreocupado, para ocultar que me encontraba un poco nervioso por la tarea que había caído en mis manos; cabe explicar era mi primer investigación seria después de varios meses de holgazanería, y me encontraba un poco oxidado. El viejo me dedicó una inquieta sonrisa y yo le devolví la cordialidad, luego, estrechamos las manos. Noté que aún se encontraba un poco colorado por el disgusto que le habían hecho pasar, así que le pregunté si algo le pasaba. Respondió que no, que solamente se trataba de una pequeña discrepancia con un intendente flojo.
—Pero bueno… —dijo, cambiando el tema— volvamos a lo que en verdad nos incumbe. —Aquí me invitó a tomar asiento; él permaneció de pie en su lado del escritorio—. ¿Trajo los papeles que le pedí?
—Claro. Aquí están. —Puse un fólder encima del escritorio. Smith lo tomó y revisó concienzudamente todo el interior: una solicitud de empleo, documentos personales y copias de esos documentos. Satisfecho, esbozó una sonrisa.
—Perfecto —concluyó.
—Comprenderá que todos los papeles son falsos.
—Me lo imaginé. Pero no importa; sólo los necesito para no levantar sospechas.
—Muy bien —dije, y nos quedamos callados. A lo lejos, pudo escucharse la voz de uno de los pacientes, gritando algo sobre salir a jugar al patio con una pelota. Cuando calló, pregunté—: ¿Empezamos?
—Sí. —La respuesta salió como un suspiro. Me dio la impresión de que no se trataba de un gesto de fastidio, sino más bien de resignación, pues era obvio que hubiera preferido no verse involucrado en una situación tan macabra como en la que ahora se encontraba.
Pero no siempre puedes obtener lo que quieres.
Se levantó y me invitó a seguirlo. Me condujo por todo el sanatorio, dándome santo y seña de todas las estancias que encontrábamos en nuestro camino. De vez en cuando, nos cruzábamos con algún trabajador, algún oficinista o uno que otro custodio, y él siempre me presentaba amablemente, sin olvidar la farsa que habíamos planeado, es decir, que yo era el nuevo vigilante en jefe y que me encargaría de la seguridad de la Casa de la Risa, cosa que, en parte, era cierta.
Cuando hubo terminado de presumirme cada rincón del lugar, formulé la pregunta que desde mi llegada me rondaba la cabeza:
—¿Y cuándo podré ver a los loquitos?
—Oh, en unos minutos; ya casi es hora del recreo matinal.
Fuimos al patio principal para esperar a los pacientes. El doctor y yo aprovechamos el tiempo sacando nuestras propias teorías acerca de todo lo que pasaba, pero ninguna nos dejó completamente convencidos.
Exactamente a las once de la mañana, las puertas del edificio se abrieron y dieron paso al más retorcido desfile de personas que he visto en mi vida. Cuando Smith me contrató para esta investigación y me dijo que había personas con enfermedades mentales involucradas, creí que sería divertido; sin embargo, al ver a esos curiosos personajes paseando uno por uno frente a mí, todo el humor que traía en la cabeza se hizo bolita y se me bajó a los calzones. El viejo se alegró al notar que su empleado comenzaba a tomarse las cosas en serio.
Disimulé mi perturbación diciendo:
—Parecen simpáticos.
—Algunos lo son. Por ejemplo el de allá.
—¿El del sombrerito de papel o el que está cantando?
—El que está cantando. Se llama Joaquín Mendoza, y puede interpretar cualquier pieza de teatro musical que se haya compuesto antes del año dos mil.
—¿Por qué hasta ese año?
—Porque fue el año en que le diagnosticaron epilepsia. Es una historia muy triste, la verdad: se había preparado desde niño para ser uno de los mejores showmen del mundo, y cuando llegó a la adolescencia estaba listo para conquistar tanto los escenarios como los corazones de miles de jovencitas. Desafortunadamente, una lámpara le cayó en la cabeza durante una audición muy importante, provocándole un traumatismo que, a su vez, le originó epilepsia. Cuando los doctores le dijeron que tendría que apartase de los escenarios definitivamente, se volvió completamente loco. Es un buen chico, y ha demostrado ser un gran cantante y una magnífica compañía cuando el estéreo se descompone. Si algún día se le antoja una canción, pídasela; le aseguro que él estará encantado de complacerlo.
Observé a Joaquín con tristeza; era un muchacho atractivo, con buen cuerpo y una voz que merecía ser conocida por todas las personas con buen oído. ¡Una lástima lo de su enfermedad! Me sentí tentado a pedirle que cantara Unworthy Of Your Love, de Stephen Sondheim, porque es de mis favoritas y porque me daba curiosidad ver cómo le haría para interpretar un dueto, pero mejor decidí que no.
—Tal vez otro día —dije.
—Como guste. Ahora, fíjese en el otro, el del sombrerito.
—Ajá. ¿Qué hay con él?
—Es un amante de las novelas de aventuras. Cada día despierta creyendo que es un personaje diferente. Ayer era Sandokán, pero hoy no sé quién sea.
Cuando acabó de decir eso, el loco del sombrerito de papel tomó dos varitas de madera, las cruzó y apuntó la más corta hacia el cielo, como si se tratara de un arco. Luego, gritó: “Viva el rey Ricardo” y lanzó la varita corta lo más lejos que pudo (cosa de dos metros).
—Robin Hood —exclamamos al unísono el doctor y yo.
Otro paciente me llamó la atención. Era un muchacho de cabello largo que dibujaba a la sombra de un árbol. Lo que me pareció interesante fue su apariencia tan normal, es decir, que no te hacía pensar que padeciera alguna enfermedad de la cabeza.
—¿Cuál es la historia de aquél? —pregunté sin dejar de mirar al chico. Al no obtener respuesta—: ¿Doctor?
Y noté que el doctor se había ido.
Lo busqué con la mirada por todo el patio, pero se me hizo difícil dar con él porque todos ahí iban vestidos de blanco. Lo hallé cerca de la puerta del edificio, conversando con otro doctor. Smith miró hacia mí y me llamó con la mano.
—Señor Quijano, le presento al doctor Paz —me dijo cuando llegué adonde estaban—. Es el segundo al mando en este lugar, y confió en él tanto como confío en mí mismo.
Cuando Paz estrechó mi mano, me dio un apretón que no se me olvidó en dos horas. Yo intenté hacer lo mismo, pero fue como querer exprimir una piedra. El dueño de la tenaza era un hombre de estatura mediana y apariencia tosca, como de obrero, pero que dejaba entrever en su mirada que su intelecto rebasaba por mucho al del hombre promedio—en cuanto lo miré a los ojos, me di cuenta de que se trataba de un tipo bastante astuto, y dediqué unos segundos a pedir que no fuera él quien estuviera detrás de todo lo que ocurría en el sanatorio, porque, de lo contrario, seguramente me vería en problemas.
lunes, 28 de febrero de 2011
Mustélidos
-Es que mi hermano se fue del país... se fue muy lejos-
-y ¿cómo te hace sentir eso?-
Comencé a llorar, y en mis lágrimas iba una mezcla de sentimientos... nostalgia por mi hermano, miedo a ser descubierta, miedo a quedarme ahí toda la vida, miedo a salir de ahí y no poder reconstruirme, confusión por la violencia que comenzaba a ejercer yo misma sobre mí.
El doctor calló un momento, esperando pacientemente a que me tranquilizara un poco, pero como se dio cuenta de que eso jamás sucedería por mi voluntad, me dijo con voz serena:
-Violeta, escúchame, quiero que respires profundamente y que respondas a mi pregunta, ¿cómo te hace sentir eso?-
Apacigüé mi llanto -Me siento sola... más sola que nunca, siento que jamás saldré de este horrible lugar- solté un llanto histérico que anticipaba la última sentencia, la que más desgarraba mi alma -y lo peor es que creo... creo que aunque saliera de aquí, seguiría estando aquí... mi vida seguiría perteneciendo aquí, entre los gritos de todas estas personas, sus gritos mudos, que nadie se esfuerza por escuchar, ni usted, ni nadie- grité desesperadamente en forma de reclamo.
Con ese último grito los custodios se acercaron un poco temiendo que yo agrediera físicamente al doctor.
- Estamos cuidando de ti Violeta, en verdad queremos... quiero -corrigió mientras me lanzaba una mirada de complicidad - que salgas de aquí, que logres tener una vida felíz; aún eres muy joven, hay muchas oportunidades para ti allá afuera, recuerda que el mundo es el que tú quieres para ti, nadie más va a construirlo por ti, pero sí podemos enseñarte a hacerlo.-
En medio de mis lágrimas, como un estornudo, me vino al rostro una risilla burlona... no podía creer que él me dijera eso; "enseñarme a hacerlo", sonaba tan falso e idiota cuando venía de una persona que ni siquiera tenía una vida, alguien que se la pasaba encerrado en un hospital psiquiátrico, sin pareja, sin hijos, sin familia, evidentemente sin un mundo propio, sino sólo el mundo de los locos. Pobre Doctor Salas, yo lo compadecía más de lo que me compadecía de mí; yo estaba ahí a la fuerza, por necesidad, pero él, él estaba voluntariamente, en vez de estar en alguna gran ciudad recetando metformina a diabéticos, para después salir a cenar con alguna chica linda y dormir con ella toda la noche.
Me miró serenamente y trató de convencerme de que lo que me decía era verdad. Me hizo preguntas acerca de mi hermano y le dije lo que había hablado con él por teléfono. Después de un rato de conversación cambió de tema, a ese que yo no quería que llegáramos.
-Veo que has bajado de peso, Violeta-
-He comido todo lo que me han dado- dije parcamente.
-Lo sé- anotó algo en su libreta y después prosiguió -¿has experimentado pérdida de apetito?-
-Un poco, pero ya le dije que he comido todo, si he bajado de peso no es mi culpa-
-Tranquila, no tienes por qué alterarte, es sólo un cuestionario de rutina, todo está bien- Siguió anotando cosas en su libreta -Vas bien Violeta, estos meses te tendremos en observación, y pronto comenzarás a cocinar tus propios alimentos, eso con el fin de que te habitúes a alimentarte tú misma correctamente para cuando salgas de aquí-
Escuchar eso me alegró, asentí con la cabeza.
- Por supuesto que lo harás con la supervisión de tu nutrióloga; iré reduciendo poco a poco las dosis de tus antidepresivos, veremos cómo reaccionas, pero debes alejar de tu mente la idea de que jamás podrás reconstruir tu vida. Escúchame, si tú misma te sometes a estres, éste puede dominarte a tal grado que arruine todo lo que ya has logrado, evita pensar negativamente, ya tú misma me has dicho que tu hermano te ha ofrecido venir por ti, te espera una gran vida allá afuera, no la desperdicies.-
Yo me sentí un poco mejor después de que me dijo eso, aunque no dejaba de pensar que si descubrían que paseaba por el bosque de madrugada, o lo peor, que indirectamente había podido traer a ese hombre aquí, jamás saldría. Cuando el doctor se estaba despidiendo, no pude evitar hacerle preguntas sobre la investigación que estaba llevando la policía por el homicidio de Joel. Me dijo que no me preocupara por eso, que todo seguiría su curso, pero que no me afectaría en nada.
- Y... ¿yo no seré llamada a declarar?- le pregunté, -no lo sé, puede ser que sí, pero lo único que tienes que hacer es decir la verdad... no pienses en eso ahora- Cortó la conversación porque justo en ese momento se acercó un custodio nuevo con aire visiblemente metiche. Pensé que preguntar más sería insensato de mi parte, pues demostraría una preocupación anormal, así que callé y me despedí del Doctor Salas con una sonrisa.
Salió de mi habitación, y con él todos los custodios. Por fin me levanté de la cama para tomar el baño de la mañana.
El mustélido había mordido ya a la serpiente, ahora le quitaba la cabeza y desgarraba su cuerpo tubular. Se siente tranquilo, parece que ya está satisfecho... es la calma que antecede a la tormenta.
lunes, 31 de enero de 2011
Con peste a tabaco
domingo, 30 de enero de 2011
Helado de menta y otras delicias
-A Mongolia, nena bonita; pero no llores, por favor-,
-Y ¿a qué vas? ¿qué aquí no tienes todo lo que necesitas para estudiar esas cosas raras que te gustan?- le grité entre sollozos.
- Ya te lo expliqué varias veces Violeta, aquí no puedo estudiar la épica oral de las estepas, sabes que ese tema me ha interesado mucho desde que estaba en la Universidad y ahora me están dando la oportunidad de ir allá y vivirlo en carne propia, no voy a dejarla- me contestó con mucha firmeza.
- Pero... pero... y ¿qué hay de mí?, ¿me dejarás aquí?, eres lo único que tengo en la vida, Alejandro- seguí llorando.
- Tienes a mamá, Violeta- me dijo secamente
-Sabes bien que mamá se conforma con enviar a su contador a que deposite el pago anual de este cochino lugar, hace más de un año que no viene a verme, que nisiquiera me llama por teléfono... sólo te tengo a tí, y si te vas, ya no tengo a nadie-
Mi amado Ale suavizó su voz y me dijo - Pero mi niña, sabes muy bien que si no estuvieras allí, yo te llevaría conmigo, y escucharías cantos tibetanos conmigo, andaríamos en lugares desconocidos, en montañas, entre gente que no habla nuestra lengua, y yo te diría lo que dicen, y te llevaría con médicos tradicionales cada vez que tú te enfermaras, comeríamos raíces...-
- Entonces espérame un poco, ya me he recuperado bastante, falta poco para que me den de alta- lo interrumpí.
- No puedo esperarte, pero vamos a hacer esto: en cuanto salgas de allí, voy por tí y nos vamos juntos, ¿qué dices linda?-
- Gracias Ale, muchas gracias, no esperaba menos de ti; ya tengo que colgar, sabes que te amo, esperaré con ansias el momento de verte- colgué el teléfono porque Elena me dijo que era el turno de alguien más.
Estaba contenta, porque si todo iba como hasta ahora, pronto me iría de aquí y comenzaría a vivir de nuevo.
Me quedé en mi cuarto, escribiendo la bitácora alimenticia que me pide todos los días la nutrióloga, y en eso me encontraba, cuando Elena me dijo que Armando me daba permiso de ir a dibujar las flores del jardín. -¡Claro!-, me dije, -hoy es día de helado de menta y otras delicias-. -Baja la voz Violetita, te pueden escuchar los custodios-.
Saliendo del comedor, después de la cena, aproveché la correría que se hace de camino a las habitaciones, con custodios cuidando a los locos inquietos y descuidando un poco a aquellos que están más tranquilos. Yo era una de esos últimos y contaba con Elena, que les inventaba cualquier cosa a los costudios para justificar mi ausencia. Con un manto negro muy delgado que me regaló mi querida enfermera, me cubrí por completo para pasar desapercibida al atravesar el jardín hasta los muros. Cuando llegué vi cómo se abría la puerta de siempre en el muro; entré. Ahí estaba Armando, esperándome. Sonreí cuando lo ví, y él me besó en los labios rápidamente y me jaló para irnos antes de que alguien se diera cuenta de mi presencia. Bajamos por una puerta trampa que sólo Armando y, supongo yo, los otros custodios podían abrir. Él nunca me hablaba de esas cosas, no se podía arriesgar a que yo tratara de escapar, lo inculparían a él con mucha facilidad. Pasamos por lo que yo intuía que era un laberinto, y después de un rato, llegamos a otra puerta que estaba en nuestras cabezas. Salimos por ahí al bosque espeso y oscuro que, supongo, rodeaba el hospital, aunque desde ahí ya no se alcanzaba a ver ni un indicio de las murallas. Armando traía para mí un vestido, rápidamente me quité la túnica blanca de loca y me puse el vestido para pasar desapercibida en el pueblo. Caminamos un rato por el bosque, en silencio, supongo que alrededor de hora y media, y llegamos a la heladería de siempre. Casi todas las personas ya estaban en sus casas, sólo algunas luces alumbraban las calles.
Armando y yo nos sentamos en un rinconcito, él pidió para mí un helado de menta con chocolate y para él un café.
- Te extrañé mucho preciosa- me dijo mientras acariciaba mis piernas por debajo de la mesa.
Yo, por otro lado, también lo había extrañado, pero más que eso, me inquietaba saber quién era el misterioso personaje que irrumpió en mi sesión con el doctor Salas.
- También te extrañé, querido- le dije mientras lo besaba, -pero, quería preguntarte, ¿supiste del incidente de esta semana en el hospital?-
-¿cuál de todos? en el hospital pasan muchas cosas- me contestó con una leve sonrisa.
- Pues el del hombre de mantenimiento que entró en mi sesión con el doctor Salas, el que lloraba y nos amenazó con su taladro, el que murió por el disparo del doctor- le dije.
-Ahhh, sí, claro, ¿eras tú la chica que estaba en terapia?, eso no lo sabía, bonita, qué suerte que no te haya pasado nada- parecía que seguiría hablando, pero lo interrumpí con ansiedad.
- sí, bueno, Armando, fue muy extraño... reconocí al hombre, lo ví antes aquí mismo, en la heladería, era el que arreglaba la instalación eléctrica. Me parecía que escuchaba nuestras conversaciones, no me agradó. Pero ahí, enloquecido, lo reconocí... y creo que el asunto está empeorando; no han corrido al doctor, pero la gente allá adentro se ve cada vez más inquieta, más inestable, y, tú vives aquí, creí que podías decirme quién era ese hombre, yo te he visto hablando con él, a veces-
- preciosa, ese es un asunto que no te atañe, no deberías meterte es eso, seguro el doctor Smith ya lo está resolviendo- me dijo mientras me ponían mi helado de menta en la mesa.
Callé un momento y luego le dije,- Armando, los doctores no pueden saber nada, no quiero ofenderlos, pero se la pasan metidos ahí, están peor que los locos porque ellos lo hacen voluntariamente y, desde ahí adentro, poco pueden saber de la identidad de ese hombre y de lo que estaba haciendo ahí. Yo lo único que quiero saber es quién era, por qué estaba ahí, la policía no tarda en hacerme preguntas, los he visto merodear por el hospital, yo estaba presente cuando todo pasó...-
- A ver a ver Violeta- me interrumpió,- aunque tú supieras quién era ese hombre, no se lo podrías decir a la policía, porque, ¿cómo vas a decirles que tú te sales una vez a la semana del hospital y que lo viste por acá afuera?-
-Sé a lo que te refieres Armando, no soy idiota, pero esto me atañe tanto como a los doctores, es mejor que sepa la verdad ahora, porque pronto saldré de ese lugar y en verdad quiero hacerlo; necesito estar prevenida porque no quiero que el asuntillo del doctor Salas con el señor muerto me implique de alguna forma que me impida salir de allí-
-Tranquila Naranjita- me contestó en voz baja- no hay ninguna razón por la que pudieran implicarte en eso, no si no saben que tú has salido de allí, pero si te hace sentirte más tranquila te diré todo lo que sé. El señor que murió esta semana se llamaba Joel. Vivía en la periferia del poblado, casi aislado de todo. Su esposa murió hace siete años, de cáncer, dicen. Tenía dos hijos, los dos menores de quince años... creo que uno tenía diez y el otro catorce. No sé. La noche que su esposa murió, los niños lloraron desconsoladamente, pero su padre no se movía, no hablaba; las personas del pueblo fueron a encargarse del funeral y del entierro, pues no hubo fuerza humana que pudiera moverlo de la cama en la que había muerto su esposa. Dicen que estuvo así durante cuatro días. Los niños estaban desesperados, pero la gente del pueblo no los desamparó, algunas señoras les daban de comer, los trataban como si fueran sus hijos. Cuando el señor Joel reaccionó, todo pareció regresar a la normalidad; iba a trabajar y hacía las compras. Los niños se tranquilizaron con el tiempo y siguieron yendo a la escuela. Sin embargo un día dejaron de ir, y los maestros lo notaron. Cuando fueron a buscarlos a su casa Joel dijo que no habían regresado de las escuela desde hacía varios días, y que seguro habían ido a buscar a su mamá, que los había abandonado.-
- pero, ¿a sú mamá?, ella estaba muerta, ¿no?- le dije mientras me limpiaba el helado de los labios.
-claro Naranja, es lo que trato de explicarte, Joel había perdido la noción de esa realidad; sin embargo la mayoría pensaba que hablaba en sentido figurado y que, entonces, los niños se habían suicidado o algo así. Él no dijo nada más, por más que la policía trató de sacarle alguna otra información. Después de algunas semanas de búsqueda encontraron a los niños en el bosque, tiesos ya por el inmenso frío que estaba haciendo. Se declaró que murieron de hipotermia, pero no pudieron encontrar nada que acusara a Joel, pues los niños no estaban heridos, y no había ningún testigo que hubiera visto a Joel obligándolos a ir al bosque. La policía concluyó que los niños habían ido a jugar y que se habían perdido entre tantos árboles al anochecer. Cuando le avisaron de la muerte de sus hijos, Joel apenas suspiró y así, como si nada, siguió con su vida.
La gente dice que poco a poco su estado anímico fue empeorando; no se notaba, porque en el día se veía bastante tranquilo, pero dicen que en la noche se escuchaban sus quejidos, le reclamaba a su esposa el haberlo dejado. Sin embargo de los niños jamás volvió a mencionar nada, no que alguien de por aquí se enterara. -
-Que historia tan macabra, y yo me quejo de mi vida... pero dime de qué hablaban esa vez que venimos, ¿de qué hablaban?- le pregunté acercándome a su cara para lograr una mayor intimidad.
-Eso sí ya no es de tu incumbencia pequeña- me contestó con un tono cariñoso.
- Armaaando- lo jalé del sueter con tono insistente.
-mmm, bueno, quizá te lo diga, pero eso ya será en mi casa, aquí hay demasiados oídos-
Yo sonreí coquetamente para mantenerlo persuadido. Pagó la cuenta y salimos de la heladería. Caminamos unas cuantas calles y llegamos a su casa. Sentí la calidez de un hogar, una calidez que no se sentía en el hospital... (donde sólo hay sábanas frías y una soledad que lo envuelve todo). Encendió la chimenea y pronto el calor comenzó a llenar mi cuerpo. Me senté en la alfombra empolvada frente al fuego y con un gesto lo invité a sentarse también a mi lado. Lo miré impacientemente, esperando que me contara lo que había platicado con Joel, pero él tenía otra cosa en mente. Sentí sus dedos deslizándose en mi cuello, y comprendí lo que deseaba; así que una vez más, en ese baile incesante, desnudamos nuestros cuerpos al calor del fuego ardiente y le entregamos sus ofrendas a Venus, que tanto había esperado ya.